Fuimos libres desde el comienzo. Desde nuestro sur aborigen que nos decía que cada uno es autoridad de sí mismo. Desde esa amalgama preciosa de cristianismos y vinculación étnica que tan diferente nos hizo de la América anglosajona.
Desde la jerarquía jurídica otorgada a nuestros hijos mestizos. Desde esa costumbre nuestra de desasirnos de títulos de nobleza y sociedades estamentarias. Desde el intento de suavizar las atrocidades de la esclavitud, instalando junto a nuestras amas negras de cría, la ternura que tanto asombró a los viajeros extranjeros que llegaron al Río de La Plata. Desde la respuesta que emitíamos ante los mandatos inviables o desacertados de España, contestando: "se reverencia pero no se cumple".
Fuimos libres. Libres de contrabandear ideas. Libres de reunir Cabildos Abiertos y destituir virreyes.
Y libres, venciendo los últimos miedos, de expulsar, en un hecho inédito, todos juntos, aborígenes, peninsulares, criollos y negros y hasta algún gringo que se dejó seducir por el café y el chocolate, sin nadita de nada, agua caliente y coraje, a los invasores de la potencia más numerosa del mundo.
El 25 de mayo de 1810 decidimos darle a tanto vuelo un marco referencial legal.
Decidimos emanciparnos. Iniciar el despegue definitivo.
A sabiendas de que no soñábamos una patria descrucificada, sin cruces, sin esfuerzos, sin renunciamientos. A sabiendas de que soñábamos una patria bien querida, consentida. Y a sabiendas de que no hay despegues sin apegos, desde la tierra que quisimos fuera la casa de todos, desde los subsuelos de la patria, nos toca hoy como aquel 25 de mayo, suscitar y conservar el fuego que ilumina lo oscuro, el que nos abriga del frío, el que cicatriza heridas, el que mantiene encendidos los secretos y los sabores, el que nos auna y nos congrega y nos alumbra, "compatriotas del alma", para mirarnos con el amor con que Dios nos mira, porque el amor es la única forma de libertad posible.
Palabras dichas en el acto del 25 de mayo de 2010, año del bicentenario.
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